El árbol 
escrito e ilustrado por Ada Fanelli                                                              


  Había una vez un árbol que crecía, muy alto, en el cruce de dos caminos a la entrada de un pequeño pueblo de trabajadores.
  Era hermoso y fuerte. Sus raíces penetraban en las profundidades abrevando en un curso de aguas subterráneas. Aunque esas fibras leñosas parecían quietas, constituían el corazón mismo del árbol, empujando, absorbiendo y transformando minerales inertes y deshechos orgánicos en vida y energía, como un verdadero laboratorio donde miles de células vegetales como minúsculos obreros producían el milagro.
  El tronco, ancho y poderoso, estaba formado por conductos que en íntima unión transportaban la sabia hacia su destino: la copa de flexibles ramas, donde se acomodaban multitud de hojas y flores. A su debido tiempo, el árbol ofrecía frutos jugosos y dulcísimos atrayendo a multitud de pájaros en busca de alimento. Todo era alegría alrededor del árbol.
  A su sombra, los viajeros hacían un alto en el camino, y los niños jugaban corriendo y trepando para alcanzar la pulpa cuyo néctar extraían alegremente, dejándolas chorrear por sus caras, manos y ropas. El árbol era generoso, y representaba un orgullo para los vecinos. Se lo veía, corpulento, a la entrada al Camino Real que conducía, un trecho más adelante, hasta la plaza principal del pueblo.
  Pero como no hay felicidad que dure eternamente, un misterioso mal atacó al buen árbol, que una mañana amaneció silencioso. Los pájaros se habían marchado abandonando sus nidos a pesar de que el estío recién comenzaba y faltaba tiempo aún para migrar. El silencio no alarmó a los transeúntes ensimismados en sus ocupaciones.  Fueron los niños quienes dieron el alerta cuando alguno de ellos arrojó lejos un fruto tras descubrir su sabor amargo. Comprobó que todos sabían igual y se enjuagó la boca.
  Ante la noticia, y comprobada la veracidad de los hechos, se decidió una reunión en el ayuntamiento para tratar el problema.
  Allí se tomaron resoluciones de urgencia:
  En primer lugar, imponer una multa a los arrieros que ataban sus animales a la sombra del árbol, permitiendo que las bestias defecaran allí, pues se supuso que ésta podía ser la causa del problema.
  La segunda, consistía en prohibir el consumo de los frutos.
  La tercera, encargar al médico y al farmacéutico del pueblo que averiguaran las causas del fenómeno.
  También hubo una propuesta consistente en regar las raíces con una mezcla de agua con miel, pero como su autora era una anciana a la que muchos creían loca, no fue considerada.
  Se disolvió la asamblea, y cada quién se retiró rumbo a sus tareas, en espera de que las autoridades resolvieran. Sin embargo, la mujer no quiso abandonar su idea, considerándola muy lógica. Si hubiese sido posible que la porquería de los animales arruinara el sabor de los frutos, consideraba sensato que el agua con miel les podría devolver su dulzura.
  Esa misma noche, antes de que se colocaran las vallas alrededor del árbol, y con riesgo para su propia vida, trepó hasta las ramas más altas para llenar una bolsa con frutas.
  Pensaba contrarrestar el sabor amargo y consiguió hacerlo. Todo el día hirvió sobre la leña un caldero con azúcar y las frutas prohibidas. Al caer la tarde se enfriaban a la sombra varios frascos de exquisita  mermelada. Encantada con los resultados de su tarea, durante varias noches volvió para  trepar  a hurtadillas engrosando su provisión. Ahora sí con auténtico riesgo, pues el sitio era custodiado de día y de noche.
  Como a la pobre mujer no le sobraban ni el alimento ni el dinero, confeccionar dulces le pareció una buena forma de ganarse la vida. Lamentablemente, cuando sus vecinos conocieron el origen de la materia prima, se negaron rotundamente a consumirlos, e incluso realizaron una denuncia del hecho. Hubo quien la acusó afirmando que escondía alguna intención malvada, aún cuando la mujer ingirió varios bocados en público, probando su buena intención y la bondad del producto. Así, la tomaron por loca y fue encerrada, destruidos los frascos y su propiedad completamente abandonada.
  Cuando meses después los científicos anunciaron haber completado la misión encomendada a sus saberes se convocó a otra asamblea para conocer los resultados de la investigación. Los hombres de ciencia comunicaron lo siguiente:
  -Se comprobó que el sabor proviene de la contaminación de una napa subterránea con minerales arrastrados hasta allí y que al ser absorbidos por las raíces, se distribuyen al resto del árbol originando el sabor amargo.
  -Se asegura que la contaminación no representa peligro alguno para el consumo de los frutos, no habiéndose confirmado efecto tóxico alguno, pero, dado que los métodos científicos deben ser siempre contrastados, es imposible negar definitivamente y para siempre que alguna vez pudieran constituir un peligro, pues bien podría ser que en futuras investigaciones la presente conclusión resultase invalidada mediante la utilización y/o aplicación de técnicas más sofisticadas no disponibles en el momento actual llegándose a comprobar eventualmente efectos perjudiciales hoy ignorados. Por precaución, se aconseja a las autoridades impedir el consumo de dichos frutos.
  Así, los científicos locales, sintiéndose satisfechos por  haber demostrado sus conocimientos, cobraron jugosos honorarios retornando a sus asuntos privados. 
  Ante estas noticias, los lugareños decidieron que debían tomar algunas medidas, de las cuales se harían cargo, nuevamente, las autoridades locales.
  El intendente recomendó al jefe de policía extremar los cuidados.
  El jefe de policía reforzó la guardia.
  Los jóvenes del pueblo desconfiaban del jefe de policía, ya que si, a pesar de no haber daño probado, sin embargo se los custodiaba tan celosamente, tal vez el pícaro estuviera obteniendo beneficios del comercio ilegal.
  Los más pacíficos conformaron un nuevo partido político para derrocar al intendente supuestamente corrupto.
  Los más exaltados se manifestaron arrojando piedras y en ocasiones saltaron las vallas para expropiar los frutos de los que después se deshacían, porque también temían intoxicarse a pesar de que el sabor amargo ya casi no se percibía. Ambas facciones contaban con el apoyo secreto de los mercaderes a quienes se impedía amparar sus bestias y mercancías bajo el árbol.
  Ante los desmanes se decidió reforzar la custodia, y para pagar el sueldo de los guardias se aumentaron los impuestos y se multiplicaron los descontentos. Entonces surgió un tercer partido que reclutó adeptos con la promesa de bajar los impuestos y terminar definitivamente con los desmanes.
El candidato ganó por amplia mayoría, y como primer acto de gobierno ordenó abatir el viejo árbol.

 Al fin se recuperó la paz aunque los viajeros que buscaban una señal a la entrada del pueblo, con frecuencia se extraviaban, y los niños debieron cambiar el sitio de sus juegos. Al tiempo se comenzó a discutir acerca de la conveniencia de levantar un refugio en el lugar. Se desechó la propuesta de construir una fuente y se terminó por ceder a la presión de los comerciantes que insistieron en la instalación de un puesto para la venta de bebidas frescas que apagara la sed de los transeúntes y su deseo de ganancias.
  Poco a poco, la historia del árbol se fue olvidando.
 Un día, el único sobreviviente de aquellos tiempos, ya anciano, fue sorprendido por uno de sus nietos quien le ofreció un fruto en el cual reconoció enseguida el sabor que disfrutara en su infancia. Recordaba haber integrado el grupo de quienes no creían que el árbol fuese más tóxico que el jefe de policía y el intendente. 

  Mientras saboreaba con placer el obsequio, pidió al chico que lo guiara hasta el sitio donde había encontrado la fruta.
  Al llegar pudo contemplar un bosque completo de árboles como el que recordaba. Todos con sus ramas cargadas de dulces frutos.
 Muy cerca podían verse las ruinas de la casa que había pertenecido a una vieja mujer a quien recordaba haber temido en su infancia.
  Ella había luchado defendiendo la peregrina idea de regar con miel las raíces de un árbol a la entrada del pueblo, pero aunque consiguió salvar algunos frutos para hacer ricas confituras, no pudo dulcificar el ánimo de sus vecinos y fue encerrada.
  Ahora el viejo podía comprobar que exactamente en el lugar donde ella, muchísimos años antes, había desechado los carozos, crecía un bosque poblado por árboles que daban los mismos dulces frutos que el viejo árbol.
 Entonces pensó en hablar con su hija, que estaba sufriendo penurias económicas después de perder su empleo en el kiosco de gaseosas a la entrada del pueblo, que cerró cuando los vendedores de chucherías cambiaron de rumbo.
“-¿Por qué no probar haciendo mermelada?”-Se preguntó el viejo.  Allí la materia prima se ofrecía de forma gratuita y era de la mejor calidad.
  Años después, cualquiera que pasara por allí podía sentirse admirado por la prosperidad del polo industrial que se levantaba cerca de la ciudad. Allí tenían trabajo los hombres y las mujeres del pueblo. Ellos contaban, a quien los quisiera escuchar, el origen de la marca de dulces y refrescos “El árbol”. Pero como se suponia que era una estrategia de los publicistas, nadie hacía mucho caso de la historia.   
 Ada Fanelli.  


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