El cuerpo reposaba sobre la cama pero el peso
de la pequeña cabeza coronada por unos pocos mechones blancos casi no
modificaba la curva de la almohada. Alrededor, la familia, reunida, guardaba
silencio.
Cuando las primeras gotas de agua bendita le
salpicaron la frente, el abuelo abrió los ojos. Todos nos sobresaltamos, porque
lo habíamos creído muerto.
Por la mañana, cuando no consiguió despertarlo
a pesar de insistir bastante, mamá buscó auxilio, en los recursos de la
religión y de la ciencia al mismo tiempo. El cura llegó antes y este hecho fortuito tendría una
importancia significativa en el desarrollo de los acontecimientos.
Al no haber sido declarado oficialmente
muerto, la resurrección de mi abuelo no podía considerarse un milagro.
Entonces: ¿Qué habría ocurrido si el médico llegaba en primer lugar ?
De haberse extendido el certificado de defunción,
el hecho hubiera podido considerarse como algo sobrenatural. ¡Pero el galeno no
lo habría salpicado con agua bendita y el abuelo no hubiera resucitado! Con el
tiempo, reflexionaría muchas veces acerca de esa paradoja. Llegué a la
conclusión de que las cosas no son mientras no las nombramos, pero que cuando
las nombramos, dejan de ser.
De cualquier manera, después de la primera
muerte del abuelo, su segunda vida no duraría demasiado. Eso sí, resultó aún
más increíble que la resurrección.
Al despertar, el querido viejo estaba
exultante: ¡Se lo veía tan feliz! Con el correr del tiempo sus ojos habían
perdido el color, pero ahora se veían extraordinariamente jóvenes, azules y
brillantes, como yo no recordaba haberlos visto nunca.
-¡Te despertaste! Exclamó mamá, abrazándolo
en cuando pudo reponerse del susto.
Pero él la corrigió: -No me desperté, Elena,
volví.
Aparentemente, el abuelo también creía que
estuvo muerto. Todos reímos, menos el cura, que ateniéndose a su rol profesional, se animó a preguntarle: -¿De
dónde volvió, Don Antonio?
El abuelo Antonio, aplazando la respuesta, se
sentó en la cama y pidió algo para comer.
Mi madre, presurosa, le acercó un plato con
pan y queso mientras decía: -¿Qué importa? De donde sea, no lo invitaron a
cenar.
El, muy serio, se encargaría de aclarar: - En
el cielo no hay comida, allí el alimento es espiritual.
Estas palabras autorizaron al cura para
seguir con la investigación: -¿Cómo es el cielo? ¿Cómo llegó? ¿Por qué volvió?
El abuelo contestaba con seguridad,
tranquilamente.
- Mire, Padre, es igual que Hungría, eso me
llamó la atención. Y me estaban esperando todos mis parientes que ya se
murieron. También vi a un señor muy alto y con cara de buena persona. Tenía
unas alas muy grandes, pero me acompañó caminando. No me va a creer si le digo
que nada me parecía raro. Todo lo veía muy normal.
Afortunadamente, mi madre se había olvidado de mí. No me había animado
a ocupar mi lugar de siempre a los pies de la antigua cama matrimonial y estaba
oculta acurrucada tras unos pliegues de la colcha, sentada en el piso,
abrazando mis rodillas para darme coraje. No quería perderme ni una sola palabra.
Esa
noche aprendí que mi historia había empezado mucho antes de mi nacimiento, después
de una guerra, de muchas tragedias y de niños muertos que hubieran sido los
tíos que nunca conocí. Alcanzaba con
pronunciar sus nombres para que el recuerdo arrancara lágrimas a los presentes.
Abuelas lejanas, primos desconocidos. Lugares donde el abuelo, joven, se había escabullido entre
los disparos, cargando, como siempre, su morral lleno de cartas. Ahora se
escurría nuevamente entre las trincheras
para cumplir con su última encomienda. Irguiéndose sobre las almohadas, comenzó
a llamar a los destinatarios por su nombre, de uno en uno.
-Carlos: de tu padre, que no sufras más, a
él no le importa que cierres el negocio y te dediques a la carrera. Si es tu
deseo, es lo mejor.
Celina:
de tu tía Alberta, la vida pasa rápido, sobrina, que confíes y te cases, es
buen muchacho. Doña Clotilde, de su marido: ya falta poco, pero es preferible
esperar al nuevo nieto para después
contárselo a él.
Andrés:
de tu mamá, que reconozcas a la criatura, que un hijo es un hijo sin importar
quién sea la madre.
Los
mencionados, al ser convocados, se adelantaban para recibir sus mensajes.
-Analía: que no estés triste. El está bien y
te va a esperar, y que mientras, hagas tu vida.
Inés:
ahora tu padre también descubrió la fe y bendice tu vocación.
Hernán:
ella dice que hay que aprender a olvidar porque los chicos necesitan una nueva
madre. Julio: si, tenés que decidirte, quien no arriesga, no gana.
Todos
comprendían los mensajes aunque, a veces, el abuelo olvidaba mencionar el
remitente. Si el destinatario no estaba presente, lo hacía llamar, y así
desfiló frente al abuelo todo el barrio. Repartió palabras de aliento, mensajes
de esperanza, recomendaciones, advertencias y reconvenciones. Mientras, en un
ángulo de la habitación, el Padre Ignacio quemaba incienso, rezaba y se
persignaba ante una imagen de la Virgen. De vez en cuando, se destacaba la
palabra milagro de entre la letanía de sus oraciones.
Yo me creía a salvo, cuando, de pronto,
escuché mi nombre. Me asusté, pero el abuelo no renunció, interpelando a mi
madre: -¡Sofía!: ¿Dónde está la nena?
Salí de mi escondite. El abuelo me dedicó la
mas dulce de sus miradas, y me dijo: -Dice que dejes de llorar, que no importa,
te perdona, pero que se lo digas a tu madre.
Después, se recostó y ordenó: -Apaguen la
luz, estoy muy cansado.
Y entonces, ahora sí, cumpliendo con todas
las reglas, el abuelo se marchó definitivamente hacia su nueva morada. Dejaba
atrás el menudo cuerpo que lo albergó,
un poco torcido hacia un lado por el peso de la saca de correos que transportó
durante la mayor parte de su vida. Esta vez sí se fue enfriando como lo indican
la ciencia y el sentido común.
A la mañana siguiente, después de la
ceremonia, me dirigí hacia el jardín, a mi lugar secreto. A pesar del miedo,
tenía que hacerlo. Tomé el paquete que mantuve oculto durante todo el último
mes y silenciosamente, lo deposité frente a mi madre. Ella, al ver el contenido,
emocionada, riendo y llorando al mismo tiempo, exclamó:
-¡Así que era eso!
Yo, extrañada al no recibir ninguna
reprimenda, la vi levantarse y tirar a la basura los restos del jarrón de
cristal de Bohemia que mi abuela Emma había traído, entre mil cuidados, al
marcharse de la vieja Europa, y que yo, torpemente, había roto en una de mis
alocadas carreras.
Recién después, cuando mi madre me tomó entre
sus brazos, pude, agarrada a su falda, largarme a llorar.

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