Otra historia de una Bruja: La Bruja que le ganó a la Muerte
Había una vez una mujer muy, pero muy anciana que vivía desde
siempre en el camino que salía del pueblo y se internaba hacia el bosque. Nadie
sabía desde cuando su choza estaba allí. A veces bajaba al mercado, compraba
algunas cosas y se marchaba tan silenciosamente como había llegado. Se envolvía casi por completo en una manta de colores. Un par de mechones blancos se
escapaban por detrás de la capucha, y por debajo, se podían ver asomando un par
de zapatos muy gastados. Nunca molestaba a nadie y tampoco nadie la molestada, como si de un acuerdo tácito se
tratara. Si alguien alguna vez preguntaba, el interlocutor, ignorante, se
encogía de hombros. Sólo podía decir que
ella siempre había vivido allí, lo cual era casi cierto.
Había adquirido conocimientos que decidió no compartir con
nadie. Según su experiencia, los ignorantes no creen, o no saben, o rompen lo
que no entienden. Ella misma había
olvidado desde cuándo vivía en ese pueblo. Recordaba su juventud, los pastizales
amplios y los bosques tupidos. Después, comenzaron a instalarse los colonos. Llegaron
con sus familias, levantaron sus casas,
cuidaban de sus bestias y araban la tierra. El caserío llegó a ser un pequeño
pueblo de agricultores. Durante todos esos años ella siguió dedicada al estudio
de los secretos que la naturaleza quiso revelarle y que siempre consideró muy
pocos.
Sin embargo, elaboró una fórmula magistral. Parecía mágica,
aunque era el producto de largos años de pruebas y fracasos, así como de
conocimientos heredados de otras mujeres.
Nunca se atrevió a compartirla. ¿Quién creería que había
conseguido la fórmula para vencer a la muerte? Seguramente nadie. Temía correr la misma suerte que muchos innovadores
y no quería pagar su descubrimiento con el ridículo o el encierro. Y por eso decidió
callar.
Junto a su cama, sobre una pequeña mesa, estaba lo que
parecía un antiguo perfumero. Pero no lo era. Mientras dormía, una de sus manos
se posaba sobre él. Como casi todos los ancianos, tenía el sueño muy liviano y
era capaz de escuchar el mas suave roce de una tela. Y como La Muerte arrastra
siempre una pesada capa, anuncia su llegada. Además, el tintineo de cadenas y
joyas que a veces quita a los moribundos, la delata. Por eso la mujer nunca se dejó sorprender. Cuando la escuchaba, con rapidez rociaba el
contenido del perfumero sobre la malvada. El líquido tenía el poder de despegar
sus huesos que, al caer, desarmaban la antigua osamenta. El esqueleto, a veces,
era polvo ya antes de tocar el suelo. Después, seguía durmiendo, y por la mañana, la escoba daba cuenta del desorden
de la noche anterior. Nunca lo hacía en el momento, pues bien sabido es que
barrer de noche es de mal agüero.
Sin embargo, un acontecimiento desgraciado interrumpió la
paz de aquel pueblo. Unos extranjeros se alojaron en el hotel por un par de noches. A
la tercera se marcharon, pero su destino había cambiado: en vez de seguir su rumbo, tomaron el camino
del camposanto.
Detrás quedó la peste quien, de paseo por el pueblo,
entraba a las casas sin molestarse por tocar a las puertas. Muchos habitantes empezaron a
enfermar y morir y los médicos no conocían ni encontraban remedio para la enfermedad.
Nuestra protagonista, desde su modesta choza, era testigo de los
acontecimientos. Intentaba mantenerse indiferente, pero su corazón, por dentro,
estaba deshecho por el dolor. Amaba a ese pueblo y a sus habitantes. A todos los
había visto nacer y crecer. Cuando los niños empezaron a caer enfermos ya no lo soportó
y tomando el perfumero que siempre la acompañaba se dirigió al pueblo. Sentada
junto a la cama de los enfermos, cuando La Muerte llegaba para llevárselos, la
rociaba con la mezcla y la maldita, impotente, caía desarmada.
Pronto disminuyó la pérdida de vidas, porque a la huesuda
no le resultaba tan fácil recomponerse cada vez para seguir con su macabra
tarea. Mientras, la mujer se mostraba incansable: escondida detrás de
cualquier puerta o cortina del cuarto de
los enfermos aguardaba para cumplir su misión en la que nunca fracasó. Los
enfermos curaban y además, nunca volvían a enfermar. Fue recién entonces cuando la
mujer se marchó, sin esperar por aradecimientos ni recompensas, muy cansada, derechito para su casa.
Los habitantes estaban
tan felices, que ni siquiera se preguntaron por el origen milagroso de los
acontecimientos. No todos, en realidad.
El dueño de las pompas fúnebres, el carpintero encargado
de hacer los ataúdes, el cura y el sepulturero no estaban tan contentos como sus demás vecinos: Se les había arruinado lo que auguraba ser un próspero
negocio. El rumbo de los acontecimientos había cambiado imprevistamente arrebatándoles
la oportunidad de llenar sus bolsillos.
Considerándose los verdaderos damnificados por la
tragedia, se reunieron en la funeraria esa misma noche. Después de cavilar y
debatir largas horas, al despuntar el día disponían de un plan bien organizado.
Fueron hasta la imprenta y encargaron la impresión de un número
suficiente de afiches como para empapelar todo el pueblo. Después, se fueron a
dormir, y a la noche siguiente, salieron dispuestos a resolver el problema
armados, cada uno, de una brocha y un tacho con engrudo.
En los carteles que plantaban en las paredes se podía
leer:
“- ¡Vecino! ¿ Ud.
se siente seguro viendo crecer a sus hijos tan cerca de una bruja?. ¡Recapacite!
Si eso es capaz de hacer con la muerte: ¿Qué no hará con nosotros o nuestras
familias?”
Debajo firmaban las autoridades del recién creado Club de Padres Creyentes en una Vida Santa
y Segura hasta el Final, a quienes ya habíamos conocido.
Los transeúntes se detenían sorprendidos. En la pequeña
población los carteles pegados en las paredes constituían una novedad, y aunque
la mayoría de los pobladores no sabía leer, actuaban como si comprendieran. Los sinvergüenzas se aprovechaban
para contagiar a los demás su
indignación, que era real, pero no por los motivos que aducían.
Instigados por la insidia, las mentiras y la adulación,
esa tarde, después del horario de trabajo, los varones del pueblo se reunieron
en la plaza con palos y herramientas de labranza. Los líderes llevaban botellas con bebidas alcohólicas
para terminar de convencer a los que todavía manifestaban dudas. También
repartieron antorchas encendidas con la excusa de iluminar el camino, pero cuya verdadera misión era incendiar la
choza de la anciana antes de que esta pudiese responder.
Fue una terrible noche.
Cuando volvieron a sus casas, los desagradecidos contaron
a sus mujeres historias donde cada uno era
el héroe y protagonista principal. Todos decían haber estrangulado a la
vieja, o haberle clavado un cuchillo en el corazón, o disparado un tiro en la
sien. El cuerpo de la pobre vieja se supuso perdido en el incendio, pero sabido
es que ante tantas versiones diferentes, lo mas conveniente es dudar de todas.
Sin embargo, nadie lo consideró necesario.
Las historias de tiempos aciagos se olvidan. A lo sumo,
se transforman en leyendas o simples cuentos de miedo para asustar a los niños, y debemos decir que ésta
no fue la excepción y como también la peste desapareció, el pueblo y sus habitantes volvieron a
transitar la normalidad de su vida cotidiana.
Sin embargo, antes de terminar esta historia necesito decirte que si encuentras en tu
camino a una vieja solitaria, callada y
temerosa, cubierta por una raída manta de colores de donde se escapan unos
mechones blancos, que calza unos zapatos gastados, tengas cuidado con ella. No
te hará nada malo, pero dicen las malas lenguas que podría tratarse de aquella
anciana que, al fin, consiguió sobrevivir una vez mas. Y mi recomendación es
que la trates educadamente y con respeto.
Este consejo se basa en el mas clásico sentido común: ¡No
fuese que alguna vez vayas a necesitar de sus servicios! Ada Fanelli

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